[OANNES Foro] A proposito del nombramiento de Ministros

arturohb arturohb en ec-red.com
Mar Oct 14 06:25:35 PDT 2008


Me alcanzan una informacion que comparto con Uds., es sobre un articulo 
publicado por Cesar Hildebrandt en su columna que escribe en el Diario La 
Pr1mera.
Con su habitual agudeza intelectual e inteligencia critica y mordaz describe 
al Ministro del PRODUCE, en la nota que publicara el 5 de Octubre ultimo.
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¡Hostias!

R. Rey nació en 1951 y, según las profecías, morirá envenenado con una 
hostia contaminada de ciprianitis, que es un mal celestial y sectario de 
consecuencias fulminantes. 

A los 14 años ya era un mentiroso de prodigio. 

 -Jamás me he masturbado –le juraba al cura Romaña. 

Por supuesto que era mentira. A Rey le decían “Mano de Piedra” por sus 
poderes y solía hacerlo antes del desayuno, después del almuerzo y poco 
antes de dormir, o sea a las 6 y media de la tarde. 

Aparte de mentirosito, Rey era de los que llevaba manzanas a los maestros, 
viandas sabrosas a las kermeses, tareas antes de que se venciera el plazo, 
cuotas extraordinarias sin que nadie las pidiera y un regalo caro para el 
cumpleaños del director, que era también el cura Romaña. 

 -Superarás la hipocresía de tus preceptores –vaticinaba, emocionado, el cura 
Romaña. 

Y así fue. Rey llegó a ser el hipócrita sublime capaz de decirle buenmozo a 
Espichán, honesto a Chino Maldito, irresistible a Laura Pozo, varonil a Alex 
Brocca, íntegro a Chirinos, humanista a Saravá y cálido al activamente 
insepulto Marcenaro. 

Era capaz de eso y mucho más. Y todo lo decía con esa voz suya de cortesano 
y consejero de algún príncipe inexistente. 

Esa capacidad para la hipocresía le permitió hacer caridad pública mientras 
despreciaba a los pobres, golpearse el pecho y servir a algún amo asqueroso, 
invocar a Dios y mentir a sabiendas, ir a misa y ser un oportunista, todo a 
la vez y sin circuncidar. 

 -Es la voluntad del Señor –decía-. 

 -Del Señor Chino Maldito –le decía su conciencia-. 

A esas alturas su conciencia tenía el aspecto violáceo de una campesina 
violada por una brigada turca de regreso de matar kurdos. Y, además, su 
conciencia hablaba despacito, como cuando se toma el té entre señoras godas. 

 -Calla, conciencia –decía Rey-. Cállate de una vez y no me sonrojes porque 
el poder no es cosa de reirse. 

Y se sentía feliz. Y se santiguaba. Y sacaba su rosario de nácar. 

Parecía un seminarista leyendo a Henry Miller. 

Y volvía a lo de la mano sin siquiera persignarse para no mezclar a Dios en 
su clase de manualidades. 

Porque la vida era ahora –antes de que Visa lo dijera- y él la disfrutaba 
sirviendo a Dios con rezos, a Chino Maldito con inciensos, a la ilegalidad 
con incisos, a las dudas con toda su pasión y al poder con la baba que se le 
caía cada vez que lo veía de cerca. 

Porque Rey le daba a Dios lo que era de Dios y a los césares sucesivos a los 
que serviría lo que cada uno de ellos le pidiera. 

Por ejemplo, cuando Chino Maldito persiguió a García, Rey decía que García 
era menos que un hereje pasado por la hoguera y mucho menos que Dimas y aún 
menos que Barrabás. En esa época Chino Maldito era Rey y Rey era todo un 
maldito. 

Pero como la vida da vueltas como los borrachos de misa de vino, sucedió que 
Chino Maldito cayó en desgracia. Entonces Rey pidió explicaciones sobre sus 
crímenes, embargos sobre sus cuentas y olvido eterno sobre su nombre 
impronunciable. 

Fue entonces que se apareció García en su versión de San Alan. 

Rey se demoró dos nanosegundos en caer de hinojos y pedir perdón, siete 
milésimas de la misma unidad en sollozar y 31 segundos en decir que estaba 
disponible. 

García, que conocía tanto del mundo como el general De Gaulle –de quien 
tenía en común la residencia en París, la estatura y una cierta afición a 
los quesos hongueados- lo dejó así, de rodillas y bañado en lágrimas de 
arrepentimiento. 

Pero después de hacerlo sufrir, lo llamó para que viera el asunto de los 
peces gordos. 

 -La vida volvía a ser justa –decía Rey mientras empezaba a escuchar el himno 
que tanto lo había emocionado desde la primera de sus interminables 
comuniones: 

“Pero mira cómo beben los peces en el río/... beben y beben y vuelven a 
beber/ los peces en el río de ver a Dios nacer...” 

Se sentía como Pedro el pescador, como remontando el Jordán, como capitán de 
una nave de “Austral”. 

Y los peces se multiplicaban como en el milagro.
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